El mundo de Carla Bruni

En un relato envolvente y melancólico firmado por Simon Liberati, el autor de la novela “Eva”, esta moderna diva hace tambalear los clichés con mucha gracia. Pareja, familia, música... La embajadora de Bvlgari levanta el velo sobre todo su universo.

Jersey de cuello alto de Dior, sortija Diva y Musa, ambas de Bulgari.

/ Sonia Sieff

La vida me hace regalos tardíos. Viernes, tengo una cita con Carla Bruni-Sarkozy en su casa para hacerle un retrato. Lo cierto es que no la conozco, pero tengo la impresión de saber en qué terreno me muevo. Equivocado, seguro. Desde que el taxi me deja en mi amado barrio residencial de Auteuil, en esa campiña provincial, junto al antiguo parque inglés de las señoritas de Boufflers, empieza a caer la tarde. ¿Cuántas veces me he encontrado algunos viernes de otoño a la misma hora, con el mismo tiempo claro y ventoso, para pasear entre aquellos parajes entre el hipódromo, el pueblo y la vía del ferrocarril? ¿Cuántas veces? Ni idea. Estaba más cansado que ahora. Más joven también. Era hace diez, quince, veinte años. Dos o tres vidas antes. Increíblemente, llevaba la misma bolsa, una mochila militar, un equipaje de náufrago de tela ajada, rota incluso en algunos puntos. Su tono caqui me gusta, tiene vida, tiene rollo. 

Son las cuatro de la tarde, quizás algo menos. He llegado algunos minutos antes, tengo miedo escénico. Una inquietud que hubiera podido sentir si, por ejemplo, me hubiera comprometido a hacer un trabajo para el que no tuviera ninguna cualidad: mago en una merienda de niños o distribuidor de una mercancía de la que desconozco todo. A menudo tengo sueños de este tipo, es algo que desarma, vibrante, sin duda erótico.

Aquí estoy delante de un enorme portón que recuerda Senlis o Versalles. Todo menos austero. Con un timbrazo, una de las puertas se abre sola, como en los cuentos. Me encuentro en el jardín con una pequeña y amable ama de llaves que me conduce a una habitación situada a la izquierda de la entrada, un camerino, un fumadero, una sala de música. Un aroma a cuero de Rusia (creo) muy atrayente flota en el ambiente. Dos guitarras, un taburete, papeles, libros extendidos que dibujan un cuadro cubista. Me siento sobre una silla moderna, junto a una enorme mesa antigua cubierta de un estudiado desorden. Hay una segunda silla vacía frente a mí. Tras la mesa, una pared completamente tapizada con fotos, recortes de papel, recuerdos. Mis ojos reparan en una portada de periódico en la que se ve al cineasta Léos Carax.

Mi silla da la espalda a la puerta de entrada, oigo pasos, después, una voz ronca, apagada, es ella. Sube los dos escalones. Me levanto, es ella. Ha cambiado poco desde la última vez que la vi en un desfile de Rifat Özbek, hace veinte años. Estatura andrógina, anchos hombros... muñecas fuertes, desnudas bajo las mangas de un jersey. La carne humana es infinitamente más interesante que la idea que uno se hace de ella. Acabo de darme cuenta, después de ver cientos de fotos de ella... pero es la primera impresión la que se me ha quedado desde que está aquí. Me tiende la mano y, después de dudar un segundo, me acerco y nos besamos en las mejillas.

Traje pantalón de terciopelo y camisa con gola Sonia Rykiel, botas Isabel Marant y colgante con moneda antigua en oro rosa Bulgari. 

/ Sonia Sieff

Enseguida, se disculpa por recibirme aquí, en esta pequeña habitación: su suegra está jugando al bridge en el salón. Comentamos las fotos pinchadas en la pared e ironiza sobre su edad, me dice que se encuentra muy mayor para ese tipo de decoración. Bromeo: «No, es como el camerino de un artista...» No lo niega.

Me gustaría sacarle algún tema para empezar, pero no se me ocurre cuál y le pregunto por sus horas favoritas del día –«La noche... Es decir, tarde, después de las diez.»– Compone o escribe bebiendo cerveza. Habla y se calla con la misma facilidad. Mirando con un aire extraño. Me da la sensación de estar viviendo una cita a ciegas arreglada por nuestros padres entre dos adolescentes que parecen demasiado solitarios. Llegan voces desde el salón. No están lejos, pero estamos demasiado solos igualmente.

Al mismo tiempo que le cuento que trabajo por las mañanas, miro por la ventana. Siguiendo mi mirada, me habla del jardín, del salón y me señala que alquila su casa, lo que le permite decirme que la encuentra bonita. Asiento. «Es bonita tu mochila» –dice ella cuando le cuento que soy de provincias–. «Ah, le gusta ¿verdad?» Mi respuesta me proporciona, sin saber bien por qué, una enorme satisfacción. Sobre todo el «¿verdad?» «¿Así que trabaja por la noche?», le digo. «Sí, salvo cuando grabo en el estudio. ¿Usted escribe por las mañanas?» «Sí, prefiero las mañanas. Como le decía antes, primero desayuno y después me pongo a escribir. Intento acabar antes de las doce del mediodía.» «Yo debería hacer lo mismo, fumaría menos.» Empieza a atardecer, veo brillar sus ojos. Está sentada delante de mí y fuma. Mucho, cigarrillos finos de no sé qué marca. Detrás de nosotros algo se agita, la voz de una mujer mayor se oye cerca, en el hall. Yo no me vuelvo a mirar. Ella se levanta. «Sí, Dadu...» (es Andrée Sarkozy, la madre del ex presidente y suegra de Carla). 

Cuando vuelve, confiesa que adora la vida familiar. Que es una suerte para ella haber conocido eso. Le pregunto qué quiere decir exactamente. Silencio. 

Luego dice: «De hecho, nunca sé de qué hablar con los niños...» Para entender sus palabras, es preciso que transcriba bien la música: se trata de un coqueteo atrevido con la sinceridad, pero que se queda en eso, en coqueteo. De la presencia de Carla, de sus ojos sobre todo, emerge casi continuamente una carga de pasión y, al mismo tiempo, una falta de seriedad que suaviza sus palabras. Con su retroceso, pienso en Antonioni, en Louis Malle, en hermosos sufrimientos, en la ironía aristocrática de la alta burguesía, pero allí, sentado frente a ella, en ese barrio perdido, me olvido de hablar. Su aprobación es más fuerte. Miro la tarde caer sobre el jardín, disfruto el olor del cuero y me siento como en el campo. Se lo dije, bromeando, esa misma noche a Eva, que me estaba fastidiando con el tema de bajar la basura: «Menos mal que he encontrado un poco de dulzura en casa de los Sarkozy

Jersey de lana Sonia Rykiel, vaqueros de talle alto Saint Laurent por Hedi Slimane, botas Isabel Marant, collar Serpenti en oro rosa y diamantes Bulgari.

/ Sonia Sieff

Por segundos, la entrevista se me va a quedar corta. Además, tampoco es una entrevista. Carla recuerda a sus padres a media voz con una melancolía propia de los soñadores: «Tenían más calidad de vida, estaban rodeados de descubrimientos médicos o espaciales y se vestían de gala para cenar... Ahora, los sitios donde iban se han vuelto feos.» Y después: «Venga a ver, tengo un museo en casa. Mi chico es coleccionista.» Y me lleva al recibidor. La puerta del salón está entreabierta, con voces de personas mayores... Es como una adolescente de visita por un pasillo que acaba en una enorme cocina. En la pared, decenas de autógrafos enmarcados. Un manuscrito de Verlaine. Uno de sus últimos poemas. Una agonía. Leo en voz alta la palabra “muerte”. La siento dentro de mí: «Es bello, ¿verdad? Te dan ganas de guardar las tachaduras.» Pienso en el término que emplean los pintores para las tachaduras visibles: “Arrepentimiento”. Ese arrepentimiento de anticuario, que prefiere guardar el recuerdo de sus errores antes que borrarlos, ella debe conocerlo bien... Pero no se lo digo, su presencia a mi lado me intimida de nuevo, una vez fuera del camerino perfumado.

Volvemos a recolocarnos. «¿Sabe? Yo fui célebre muy joven.» Antes le había preguntado qué estudios había cursado después de su exilio en Francia. «L’école du Lac y el Liceo italiano...» Esa gloria escandalosa al salir del colegio es uno de sus poderes hoy nada explotados, como el ser la esposa de un presidente de la República Francesa. Todo eso es pasado, ella ha vuelto a ser la jovencita de tiempo atrás. Como si todas nuestras aventuras no fueran más que las peripecias de un sueño. Una vive un destino de reina, y luego se despierta como gato en su cesta. Desde el Antiguo Régimen, el distrito 16 de París está lleno de caminos donde el tiempo se ha detenido.

Más tarde, bajando el callejón de adoquines irregulares, me viene a la mente otro extranjero, otro soñador, otro melancólico: Peter Ibbetson. Ya en casa, encuentro el tomo de George du Maurier y esta frase: «Los niños bilingües gozan de raros privilegios, el lujo de sentirse mentalmente aislados y de encerrarse en sí mismos les vuelve doblemente completos por ese contraste.» Encerrada en sí misma como en un encantamiento, así es el dulce castigo de los tímidos.

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