¿Por qué se analiza lo que llevan las mujeres en lugar de lo que dicen?
Nada es inocente en la indumentaria de las mujeres poderosas. En su ascenso y permanencia en la cima, una decisión puede complicar su credibilidad. ¿Por qué se analiza lo que llevan en lugar de lo que dicen?
Se abre el telón y aparece Theresa May: adusta, imperial, inconmovible e inamovible en la firmeza de sus gestos. Puede que lleve un vestido estampado y zapatos de tacón, pero la primera ministra británica sigue causando la misma impresión que Napoleón. Su reino pertenece al universo de las Damas de Hierro, mujeres maduras cuyo poder institucional y discursivo alcanza para poner en juego una feminidad no sexual. Su presencia complementa perfectamente la masculinidad uniformada de sus colegas: son pares en un mundo binario ideal. May, como antes Margaret Thatcher y ahora Nicola Sturgeon, Esperanza Aguirre, Ana Pastor o Cristina Cifuentes reafirman su condición de mujeres en sus looks. Pero tal operación debe estar híper controlada: nada de locuras.
Volvamos la vista hacia la otra poderosa por excelencia de nuestra vieja Europa: Angela Merkel. Ella no se permite ni un ápice de feminidad. Parapetada tras su sempiterno traje de chaqueta pantalón y zapatos bajos, nos traslada al mundo de la burocracia, de la ejecución perfecta y las cuentas de resultados claras. Es la viva imagen de la eficacia, valores tradicionalmente adosados al imaginario de lo masculino. Cualquier signo externo de loca feminidad se interpondría con la impresión de consistencia política que quiere trasladar. Su reino pertenece a la “Pant Suit Nation” de Hillary Clinton o Michelle Bachelet, mujeres que quisieran hacer desaparecer su género para que se valoraran solamente sus políticas. Aquí tenemos a Susana Díaz, cada vez más cerca espiritualmente de estas mujeres a pesar de lucir, a veces, vestidos.
Al comparar a May con Merkel nos enfrentamos a dos culturas totalmente distintas. En la británica, tremendamente clasista, la posición social familiar marca las posibilidades de triunfo de cada persona, por lo que adosarse a las señas de identidad de los géneros desde lo más tradicional ayuda a ascender en la escala social. En Alemania, la sociedad premia más el ascenso social en razón de la brillantez y el esfuerzo, sin tanto peso de la rancia tradición. En su indumentaria, el factor más importante es el discurso político de cada una.
El de Theresa May es conservador y, por tanto, muy masculinizado, con valores que tienen que ver con la competitividad, la fuerza y el control. May necesita reforzar sus señas de identidad femeninas como sea, ya que está obligada a ellas por su pertenencia a la élite británica. Sería un desastre que fuera percibida como una «mujer hombruna»: masculinizarse supone, en su entorno, un pecado. Angela Merkel, en cambio, representa a un partido demócrata cristiano y se la ha apodado Mamá Angela por su política de bienvenida a los inmigrantes. Necesita masculinizar su presencia para que su discurso no se perciba como demasiado femenino en un universo dominado por los valores duros.
Lo que ambas intentan, cada una a su manera, no es otra cosa que sobrevivir en un entorno claramente hostil: la vigilancia y crítica sobre lo que se ponen las mujeres de la política es tal, que una mala elección puede fulminar la carrera más fulgurante. De ahí que las poderosas tiendan a repetir y repetir los estilismos que han superado todas las “pruebas del algodón”. «La política es un ambiente masculino, machista y violento», ha confesado a los periodistas la joven diputada de En Marea Ángela Rodríguez, recién llegada al Congreso. «Me refiero a la expresión corporal, la verbal, el tono, el estilo y también el uso del espacio. Hay una imagen que define cómo me siento aquí: cuando voy a la cafetería del hemiciclo y hay señores que te sacan tres cabezas, con traje, hablando... Me siento una intrusa.»
Rodríguez, como otras muchas jóvenes políticas recién llegadas a las instituciones, se mantiene en sus trece de vestir exactamente igual que el resto de la ciudadanía, con las consiguientes tensiones que conlleva no acatar la norma indumentaria. Otras, más conscientes de las servidumbres actuales del juego político o con más poder real entre manos, tienen que optar por la vía Merkel o la vía May con un agravante añadido: por su juventud, ellas sí cuentan con un capital erótico que puede complicarles considerablemente su credibilidad en el espacio público. Ante el peligro de no saber jugarlo adecuadamente, ¿es mejor anularlo por completo?
Un ejemplo de jugada peligrosa fue protagonizada en 2009 por la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría. Propietaria de un look funcional y cómodo, sin concesiones a lo femenino, accedió a posar descalza con un vestido sexy para el periódico “El Mundo”. Incluso algunos miembros de su partido se mostraron críticos por considerarlo «un disparate». Desde entonces, no se ha movido de la intrascendencia estilística. En Ciudadanos, Inés Arrimadas ha visto cómo su solvencia dialéctica se ha visto permanentemente eclipsada por el comentario sobre su sex appeal. Significativamente, ha dejado atrás los vestidos ajustados y los escotes sugerentes de la campaña y ha optado por estilismos más discretos que no monopolizan la conversación.
Un caso significativo es el de Dolores de Cospedal, sex symbol silenciosa del Partido Popular, y Begoña Villacís, ambas en la línea de una feminidad profesional y con un toque sexy que también clava Ivanka Trump. Recordemos la orden expresa del misógino Donald Trump a las empleadas de la Casa Blanca: «Quiero que se vistan como mujeres.» Además de cumplir la regla Trump, Cospedal y Villacís lucen looks siempre un punto más sofisticados de lo que es habitual y se espera en los ajetreados cargos públicos. Y aunque jamás muestran un centímetro de más de piel, no renuncian a aparecer apretadamente ajustadas. Resultado: sus intervenciones se ven muchas veces respondidas con cierto paternalismo, cierta condescendencia, cierta minusvaloración por su exhibición fashionista, que se suele leer como una fragilidad propia del “sexo débil”.
Y esa puede ser una de las claves de esta controvertida cuestión: ¿Por qué hablamos tanto de lo que se ponen las poderosas y tan poco de lo que dicen o hacen? ¿Por qué tantos analistas y comentaristas políticos prefieren analizar la corrección de sus atuendos en vez de la de sus políticas?
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