Armani se mantiene fiel a la idea de identidad en su colección primavera-verano 2020

Mientras el resto del planeta moda parece gravitar en torno al imperativo de la novedad, el señor Armani se mantiene fiel a la idea de identidad. Y no solo porque sea uno de los pocos diseñadores que siguen siendo dueños de su propio nombre cuando conglomerados, grandes empresas y sociedades son la fórmula predominante. La estrategia tiene sentido: en un mundo en el que la conectividad no tiene límites, la información vuela y el cambio es constante, tener una idiosincrasia reconocible es un activo interesante. Sobre todo porque en tiempos convulsos a la gente le gusta aferrarse a lo que conoce. Véanse las siluetas fluidas, la sastrería deconstruida, la elegancia relajada, las transparencias (más sugerentes que sexuales), los colores pastel y el greige, sello cromático del italiano y metáfora de la sofisticación realista, femenina y atemporal que el italiano abandera.

Los 72 looks que desfilaron (una baja considerable de los 174 del verano pasado) tienen como hilo conductor el mismo que ha urdido la carrera y la fama de Armani: un armario funcional para vestir a la mujer las 24 horas del día, pero sin perder de vista el deseo de elegancia, belleza, estética. De ahí que el techo del renovado Teatro Armani –ahora sin las gradas que desde hace años lo han identificado– acompañara la sucesión de looks. Primero con proyecciones de nubes sobre el cielo bajo el que se vieron trajes de chaqueta con falda o pantalón, elegantes sobretodos y vestidos rectos; luego las estrellas, al son de vestidos largos vaporosos de colores pastel, americanas de satén con pantalones anchos y blusas traslúcidas; y finalmente la luna, marcando el inicio de la sección final de show, con vestidos de noche donde el corte de los tejidos, la minuciosidad de los detalles y la riqueza de los apliques (opulentos pero no estridentes) dejaba claro porque Armani es el Maestro.